No puedo contar entre mis virtudes la de tener lo que llaman estómago de hierro, así que muy a mi pesar, los placeres del paladar tienen que lidiar muy a menudo con mi poco tolerante sistema digestivo. De allí que la de “salir a comer” es una actividad que me permito con poca frecuencia. Pero esa en realidad no es la única razón.
Nuestras sociedades han privilegiado el momento de la comida, llegando a considerarlo como sagrado. El acto de consunción de los alimentos no es cualquier cosa, ya que representa la garantía más básica de nuestra supervivencia, no solo fisiológica sino metafísicamente hablando para algunos, entre otros aspectos.
Ahora bien, nos ha tocado vivir en un momento cuando el tiempo es lo más preciado; a alguien se le ocurrió decir que es oro, el mayor valor que se puede tener para nosotros, mortales. Irónicamente es el precio que tenemos que pagar por vivir en un mundo moderno. Comer en la modernidad tiene innumerables significaciones. El espacio tiempo en el que se manifiesta este acto ha sufrido transformaciones tales que un distraído comensal moderno podría haber pasado inadvertidas; las dinámicas de la era fast food no dejan muchas alternativas al respecto.
Para situarnos cronológicamente, Victor Hugo Ducrot nos explica en Los sabores de la Historia que “el fast food propiamente dicho se desarrolló en los Estados Unidos de la mano de la popularización del automóvil, que obligó a la invención de un servicio que se pudiera demandar y consumir en breves minutos y sin bajar del coche”. Esta nueva realidad no solo nos permite ubicarnos en el contexto histórico, sino que podemos entender algunas nociones de desplazamiento propias de las sociedades de consumo.
Tradicionalmente la preparación e ingesta de nuestros alimentos han sido rituales que se circunscriben al ámbito doméstico y que forman parte de la constitución de un núcleo familiar, y esto no tiene que ver necesariamente con parentescos sanguíneos, más bien con una especie de progenie tácita al momento de compartir la mesa. En efecto, una familia constituida por mamá, papá, hijos, primos, vecinos, amigos, etc., es una estampa muy cotidiana en Venezuela.
Sucede que desde hace varios años papá ya casi no para en casa porque debe trabajar 17 horas al día para asegurar el sustento, ayudado por mamá, a quien tampoco le queda mucho tiempo disponible para tales labores caseras, los hijos y primos en sus respectivos sitios de estudio y preparación, los vecinos ya no visitan como antes… La ceremonia colectiva se deviene en individual, así lo dictamina el sistema.
En este sentido, el historiador y profesor de Gastronomía en la Universitat Autónoma de Barcelona, Jaume Fàbrega, en su trabajo Comida rápidá, comida lenta: ¿cultura o barbarie?, refiere que “el fast food es un rito individual: nos enfrentamos al pequeño “sarcófago” que contiene la hamburguesa, que derrama salsas delicuescentes y con aspecto putrefacto, en soledad, pese a que en la mesa se siente alguien más. No compartimos, y, en cierto modo, deshacemos el aspecto social y socializador del rito de comer tal y como se ha ejercido durante milenios”.
No nos debe resultar ajena esta experiencia porque cada vez es más común. Así como común la paradoja de encontrar multitudes en un centro comercial, algún desconocido pidiéndote que si pueden compartir la mesa, pero aun así sentirse en un desierto. El sistema impone ciertas formas de relación, que tienen que ver más bien con coincidencias espaciales de clientes y menos con cercanías humanas, tan humanas como el acto de compartir una comida.
Obviamente dichas formas de relacionarse están determinadas por el mercado, donde lo que importa es lo que vende, para producirlo en masas para las masas. Fábrega argumenta que “las razones del éxito de la comida rápida son diversas: el precio, la estandarización..., pero, por encima de todo, la imagen positiva, ‘juvenil’, ‘moderna’ que tiene el fast food (…) El modelo del imperio es visto como modelo positivo, de modernidad, de estar al día”.
En Maracaibo tenemos nuestra propia versión de esa realidad. El negocio de las comidas claramente es uno de los más prolíferos en nuestra sincrética ciudad. Trátese de cualquier estilo de comida, la clave está en “regionalizar” un poco el “producto” (adaptarlo al paladar zuliano) y estandarizar tanto el ambiente como el servicio, el que por cierto tampoco se puede contar entre nuestras virtudes. Este tipo de establecimientos abundan en la ciudad, no son escasas las circunstancias en las que nos vemos en la obligación (porque a veces es contra nuestra voluntad) de acudir a ellos.
Salir a comer es una opción para muchos y en muchos casos justificada, y esto por muchas razones que van desde el no querer cocinar, probar algo distinto y por el hecho de dejar por un momento el ámbito doméstico, de cambiar de ambiente. Eso en el caso en el que sea una elección y no una necesidad. Si la cada vez más generalizada idea de que los malles son las nuevas plazas de encuentro, debemos decir que las ferias de comida son su núcleo, una especie de rodeo en el que los comensales somos parte de la coreografía del pedir, ser despachados y llevar nuestra bandeja a las mesas, dispuestas en el centro del espectáculo que es observado por los impávidos despachadores de alimentos. Porque hay mucho también de exhibición en todo esto; los antojos no son solo de tequeños, sino también de mostrar que tus gustos estandarizados lo son no solo para comer lo que la publicidad te vende, asimismo de vestirte y comportarte como ella te lo impone. Porque todo forma parte de ese espectáculo.
Para Julio Pachecho Vivas, artista plástico invitado a participar en la pasada exposición Fast Food, del Centro Cultural Chacao: “La Feria es el espacio del mall reservado a la celebración del ritual fast-foodiano. Es un culto panteísta en el que diversas divinidades globalizantes llevan el agua a la boca. Pero a la hora de hendir el diente y pasar a la acción, la Feria suele reservar un lugar común a todos los credos, un arca concelebrante, en la disposición y forma continua de sillas-mesas en una plaza”.Solo que en estas nuevas plazas el aire no es libre, la concurrencia se agranda hasta el punto de la incomodidad y la, por naturaleza, sensual experiencia del comer se torna inerte.